domingo, 14 de septiembre de 2014

XCIV

Siempre hay un después del hecho artístico. Imaginaros la cumbre de una montaña rusa, la coronación de un orgasmo o la resolución de un fórmula indomable. Multiplicarlo por cien. El artista bombea intensidad y delirio en los estadios del poema, el acto interpretativo o la ejecución de la pieza musical, en estrecha comunión con el público o ese espacio ocupado por la mirada del otro. 
Después viene el vacío.
Son tan importantes los minutos siguientes. Cada uno los enfoca según su fortaleza mental.
Después de estar reflexionando sobre esto, creo que la longitud de una carrera, se mide por la capacidad de administrar estos momentos.
Hay quien equilibra el paralelo de la euforia y quien en un juego bipolar desacelera, encadenando una serie de rupturas. (En otra reflexión posterior me gustaría exponer los distintos factores que llevan a uno u otro extremo.)
Yo me situo en el segundo grupo.
Si me ataño a mis últimas experiencias cercanas al Nirvana, como por ejemplo la representación de Después de la lluvia, la escena de Quién teme a Virginia Woolf o la presentación de la gala del disco del micro abierto de Libertad 8, después de cada una de ellas, me he visto desplazado hacia el espacio oscuro, por la sinergia de las diversas capas que definen mi personalidad, actuando en estrecha colaboración.
Como decía, la longitud de una carrera depende de la capacidad de administrar estos momentos, por lo que una vez elegido el camino, hay que aprender a caminar.
En eso estamos.

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