Había un hombre con cara de lobo, que presentaba las actuaciones. Lo hacía desde un lugar cercano a la locura y lo surreal. En ocasiones se olvidaba de los nombres de los actores y a mí me daba miedo.
No le daba miedo al hombre que soy, más bien al niño que habita en mí y que siempre está presente entre bambalinas.
En un espacio minúsculo, las cinco propuestas escénicas que íbamos a actuar, hacíamos los últimos retoques, mezclando atrezzo, manos y pies, sonrisas, nervios, palmadas, arengas cuasi militares.
Y todo ese vértigo para escuchar ese silencio indescriptible que precede a la salida a escena y que nos hace estar más vivos que nunca.
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