Era un sombrero igual que
cualquier otro. Tenía ese color claro cercano a la arena del desierto. Nadie
cuestionó nunca su libertad, a pesar de la cinta negra que lo rodeaba, quizás
porque en el lateral estaba atravesado por un conjunto de plumas, que podían
ser tres o cuatro.
Su diámetro albergaba sin saberlo unas manos de mujer que se decidieron a rescatarlo de un estante. Vivió lo suficiente para ser testigo del amor fugaz y la derrota. Cambió de continente y terminó sus días en la cabeza de un poeta.
Con él compartió recitales, lunas y labios, heridas también. Estaban tan unidos que era casi imposible distinguir dónde empezaba el poeta y dónde terminaba el sombrero.
Su diámetro albergaba sin saberlo unas manos de mujer que se decidieron a rescatarlo de un estante. Vivió lo suficiente para ser testigo del amor fugaz y la derrota. Cambió de continente y terminó sus días en la cabeza de un poeta.
Con él compartió recitales, lunas y labios, heridas también. Estaban tan unidos que era casi imposible distinguir dónde empezaba el poeta y dónde terminaba el sombrero.
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